Cuando des limosna, cuando reces, cuando ayunes, ten cuidado de hacerlo en lo secreto. Tu Padre, en efecto, ve en lo secreto (cf. Mt 6,4). Entra en lo secreto: esta es la invitación que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros al inicio del camino de la cuaresma.
Entrar en lo secreto significa volver al corazón, como exhorta el profeta Joel (cf. Jl 2,12). Se trata de un viaje desde el exterior al interior, para que todo lo que vivamos, incluso nuestra relación con Dios, no se reduzca a la exterioridad, a un marco sin pintura, a un revestimiento del alma, sino que nazca desde dentro y se corresponda con los movimientos del corazón; es decir, con nuestros deseos, con nuestros pensamientos, con nuestro sentir, con el núcleo originario de nuestra persona.
La cuaresma nos sumerge entonces en un baño de purificación y de despojamiento; quiere ayudarnos a quitar todo “maquillaje”, todo aquello de lo que nos revestimos para parecer adecuados, mejores de lo que realmente somos. Volver al corazón significa volver a nuestro verdadero yo y presentarlo tal como es, desnudo y despojado, frente a Dios. Significa mirarnos por dentro y tomar conciencia de quiénes somos realmente, quitándonos las máscaras que a menudo usamos, disminuyendo el ritmo de nuestro frenesí, abrazando la verdad de nosotros mismos. La vida no es una actuación, y la cuaresma nos invita a bajar del escenario de la ficción para volver al corazón, a la verdad de lo que somos.
Por eso, esta tarde, con un espíritu de oración y humildad, recibimos la ceniza sobre nuestra cabeza. Es un gesto que quiere remitirnos a la realidad esencial de nosotros mismos. Somos polvo, nuestra vida es como un soplo (cf. Sal 39,6; 144,4), pero el Señor —Él y solamente Él— no permite que ese polvo que somos se desvanezca; Él lo recoge y lo plasma para que no lo dispersen los vientos impetuosos de la vida y no se disuelva en el abismo de la muerte.
La ceniza puesta sobre nuestra cabeza nos invita a redescubrir el secreto de la vida. Nos advierte: mientras sigas usando una armadura que cubre el corazón, camuflándote con la máscara de las apariencias, exhibiendo una luz artificial para mostrarte invencible, permanecerás vacío y árido. En cambio, cuando tengas la valentía de inclinar la cabeza para mirar tu interior, entonces podrás descubrir la presencia de un Dios que te ama desde siempre; finalmente se harán añicos las corazas que te has construido y podrás sentirte amado con un amor eterno.
Hermana, hermano, yo, tú, cada uno de nosotros somos amados con amor eterno. Somos ceniza sobre la que Dios sopló su aliento de vida, tierra que Él plasmó con sus manos (cf. Gn 2,7; Sal 119,73), polvo del que resurgiremos para una vida sin fin preparada desde siempre para nosotros (cf. Is 26,19). Y si en la ceniza que somos arde el fuego del amor de Dios, entonces descubrimos que estamos modelados por este amor y que somos llamados al amor; que se concretiza en amar a los hermanos que tenemos a nuestro lado, estar atentos a los demás, vivir la compasión, ejercitar la misericordia, compartir lo que somos y lo que tenemos con quien lo necesita. Por eso la limosna, la oración y el ayuno no pueden reducirse a prácticas exteriores, sino que son caminos que nos reconducen al corazón, a lo esencial de la vida cristiana. Nos hacen descubrir que somos polvo amado por Dios y nos vuelven capaces de esparcir el mismo amor sobre la “ceniza” de tantas situaciones cotidianas, para que en ellas renazca esperanza, confianza y alegría.
San Anselmo de Aosta nos dejó una exhortación que esta tarde podemos hacer nuestra: «Huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un instante de tus tumultuosos pensamientos. Deshazte de las preocupaciones que te agobian y pospón tus laboriosos quehaceres. Entrégate un poco a Dios y descansa un instante en Él. “Entra en el aposento” de tu espíritu, ahuyenta todo excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle, y una vez cerrada la puerta búscale. Ahora di “corazón mío”, di todo entero ahora a Dios: Busco tu rostro, Señor; tu rostro es lo que busco» (Proslogion, 1).
Escuchemos, pues, en esta Cuaresma, la voz del Señor que no se cansa de repetirnos: entra en lo secreto, vuelve al corazón. Es una sana invitación para nosotros, que a menudo vivimos en la superficie, que nos inquietamos para hacernos notar, que siempre necesitamos ser admirados y apreciados. Sin darnos cuenta, nos encontramos sin contar más con un lugar secreto donde detenernos y custodiarnos a nosotros mismos, inmersos en un mundo en el que todo, incluso nuestras emociones y sentimientos más íntimos, debe volverse “social” —pero, ¿cómo puede ser social lo que no brota del corazón?—. Hasta las experiencias más trágicas y dolorosas corren el riesgo de no tener un lugar secreto que las custodie: todo debe ser expuesto, ostentado, entregado al parloteo del momento. Y es aquí cuando el Señor nos dice: entra en lo secreto, vuelve al centro de ti mismo. Justo ahí, donde también se alojan tantos miedos, sentimientos de culpa y pecados, hasta ahí ha descendido el Señor, para sanarte y purificarte. Entremos a nuestra habitación interior: allí mora el Señor, que acoge nuestra fragilidad y nos ama incondicionalmente.
Volvamos, hermanos y hermanas. Volvamos a Dios con todo el corazón. En estas semanas de cuaresma, dejemos espacio para la oración silenciosa de adoración, en la que permanecemos en presencia del Señor a la escucha, como Moisés, como Elías, como María, como Jesús. Prestemos el oído de nuestro corazón a Aquel que, en el silencio, quiere decirnos: «Soy tu Dios, el Dios de la misericordia y la compasión, el Dios del perdón y del amor, el Dios de la ternura y la solicitud. […] No te juzgues. No te condenes. No te rechaces. Deja que mi amor llegue a los rincones más escondidos de tu corazón y te revele tu propia belleza. Una belleza que has perdido de vista, pero que se hará nuevamente visible para ti a la luz de mi misericordia. Ven, ven, deja que enjugue tus lágrimas, y deja que mi boca se aproxime a tu oído y te diga: “Te amo, te amo, te amo”» (H.
NOUWEN, Camino a casa. Un viaje espiritual, Buenos Aires 1997, 185-186). No tengamos miedo de quitarnos los revestimientos mundanos y volver al corazón, a lo esencial. Pensemos en san Francisco, que después de haberse despojado completamente, abrazó con todas sus fuerzas al Padre que está en los cielos. Reconozcámonos por lo que somos: polvo amado por Dios, y gracias a Él renaceremos de las cenizas del pecado a la vida nueva en Jesucristo y en el Espíritu Santo.