Cuaresma 2024: Homilía completa del papa Miércoles de Ceniza (solo texto)

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15/02/2024
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Cuando des limosna, cuando reces, cuando ayunes, ten cuidado de hacerlo en lo secreto. Tu  Padre, en efecto, ve en lo secreto (cf. Mt 6,4). Entra en lo secreto: esta es la invitación que Jesús nos  dirige a cada uno de nosotros al inicio del camino de la cuaresma.  

Entrar en lo secreto significa volver al corazón, como exhorta el profeta Joel (cf. Jl 2,12).  Se trata de un viaje desde el exterior al interior, para que todo lo que vivamos, incluso nuestra  relación con Dios, no se reduzca a la exterioridad, a un marco sin pintura, a un revestimiento del alma, sino que nazca desde dentro y se corresponda con los movimientos del corazón; es decir, con  nuestros deseos, con nuestros pensamientos, con nuestro sentir, con el núcleo originario de nuestra  persona. 

La cuaresma nos sumerge entonces en un baño de purificación y de despojamiento; quiere  ayudarnos a quitar todo “maquillaje”, todo aquello de lo que nos revestimos para parecer  adecuados, mejores de lo que realmente somos. Volver al corazón significa volver a nuestro  verdadero yo y presentarlo tal como es, desnudo y despojado, frente a Dios. Significa mirarnos por  dentro y tomar conciencia de quiénes somos realmente, quitándonos las máscaras que a menudo  usamos, disminuyendo el ritmo de nuestro frenesí, abrazando la verdad de nosotros mismos. La  vida no es una actuación, y la cuaresma nos invita a bajar del escenario de la ficción para volver al  corazón, a la verdad de lo que somos.  

Por eso, esta tarde, con un espíritu de oración y humildad, recibimos la ceniza sobre nuestra  cabeza. Es un gesto que quiere remitirnos a la realidad esencial de nosotros mismos. Somos polvo,  nuestra vida es como un soplo (cf. Sal 39,6; 144,4), pero el Señor —Él y solamente Él— no permite  que ese polvo que somos se desvanezca; Él lo recoge y lo plasma para que no lo dispersen los  vientos impetuosos de la vida y no se disuelva en el abismo de la muerte.  

La ceniza puesta sobre nuestra cabeza nos invita a redescubrir el secreto de la vida. Nos  advierte: mientras sigas usando una armadura que cubre el corazón, camuflándote con la máscara de  las apariencias, exhibiendo una luz artificial para mostrarte invencible, permanecerás vacío y árido.  En cambio, cuando tengas la valentía de inclinar la cabeza para mirar tu interior, entonces podrás  descubrir la presencia de un Dios que te ama desde siempre; finalmente se harán añicos las corazas  que te has construido y podrás sentirte amado con un amor eterno. 

Hermana, hermano, yo, tú, cada uno de nosotros somos amados con amor eterno. Somos  ceniza sobre la que Dios sopló su aliento de vida, tierra que Él plasmó con sus manos (cf. Gn 2,7;  Sal 119,73), polvo del que resurgiremos para una vida sin fin preparada desde siempre para  nosotros (cf. Is 26,19). Y si en la ceniza que somos arde el fuego del amor de Dios, entonces  descubrimos que estamos modelados por este amor y que somos llamados al amor; que se  concretiza en amar a los hermanos que tenemos a nuestro lado, estar atentos a los demás, vivir la  compasión, ejercitar la misericordia, compartir lo que somos y lo que tenemos con quien lo  necesita. Por eso la limosna, la oración y el ayuno no pueden reducirse a prácticas exteriores, sino  que son caminos que nos reconducen al corazón, a lo esencial de la vida cristiana. Nos hacen  descubrir que somos polvo amado por Dios y nos vuelven capaces de esparcir el mismo amor sobre  la “ceniza” de tantas situaciones cotidianas, para que en ellas renazca esperanza, confianza y  alegría. 

San Anselmo de Aosta nos dejó una exhortación que esta tarde podemos hacer nuestra:  «Huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un instante de tus tumultuosos pensamientos.  Deshazte de las preocupaciones que te agobian y pospón tus laboriosos quehaceres. Entrégate un  poco a Dios y descansa un instante en Él. “Entra en el aposento” de tu espíritu, ahuyenta todo  excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle, y una vez cerrada la puerta búscale. Ahora di “corazón  mío”, di todo entero ahora a Dios: Busco tu rostro, Señor; tu rostro es lo que busco» (Proslogion,  1). 

Escuchemos, pues, en esta Cuaresma, la voz del Señor que no se cansa de repetirnos: entra  en lo secreto, vuelve al corazón. Es una sana invitación para nosotros, que a menudo vivimos en la  superficie, que nos inquietamos para hacernos notar, que siempre necesitamos ser admirados y  apreciados. Sin darnos cuenta, nos encontramos sin contar más con un lugar secreto donde  detenernos y custodiarnos a nosotros mismos, inmersos en un mundo en el que todo, incluso  nuestras emociones y sentimientos más íntimos, debe volverse “social” —pero, ¿cómo puede ser  social lo que no brota del corazón?—. Hasta las experiencias más trágicas y dolorosas corren el  riesgo de no tener un lugar secreto que las custodie: todo debe ser expuesto, ostentado, entregado al  parloteo del momento. Y es aquí cuando el Señor nos dice: entra en lo secreto, vuelve al centro de  ti mismo. Justo ahí, donde también se alojan tantos miedos, sentimientos de culpa y pecados, hasta  ahí ha descendido el Señor, para sanarte y purificarte. Entremos a nuestra habitación interior: allí  mora el Señor, que acoge nuestra fragilidad y nos ama incondicionalmente. 

Volvamos, hermanos y hermanas. Volvamos a Dios con todo el corazón. En estas semanas  de cuaresma, dejemos espacio para la oración silenciosa de adoración, en la que permanecemos en  presencia del Señor a la escucha, como Moisés, como Elías, como María, como Jesús. Prestemos el  oído de nuestro corazón a Aquel que, en el silencio, quiere decirnos: «Soy tu Dios, el Dios de la  misericordia y la compasión, el Dios del perdón y del amor, el Dios de la ternura y la solicitud. […]  No te juzgues. No te condenes. No te rechaces. Deja que mi amor llegue a los rincones más  escondidos de tu corazón y te revele tu propia belleza. Una belleza que has perdido de vista, pero  que se hará nuevamente visible para ti a la luz de mi misericordia. Ven, ven, deja que enjugue tus  lágrimas, y deja que mi boca se aproxime a tu oído y te diga: “Te amo, te amo, te amo”» (H. 

NOUWEN, Camino a casa. Un viaje espiritual, Buenos Aires 1997, 185-186).  No tengamos miedo de quitarnos los revestimientos mundanos y volver al corazón, a lo  esencial. Pensemos en san Francisco, que después de haberse despojado completamente, abrazó con  todas sus fuerzas al Padre que está en los cielos. Reconozcámonos por lo que somos: polvo amado  por Dios, y gracias a Él renaceremos de las cenizas del pecado a la vida nueva en Jesucristo y en el  Espíritu Santo.

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