Han llegado desde diferentes puntos de la Amazonía brasileña hasta la ciudad de Atalaia do Norte. Proceden de distintas comunidades y pertenecen a varias etnias pero a todos les une una preocupación común: la destrucción de su modo de vida.
Porque los indígenas quieren vivir en la tierra en la que nacieron. Quieren desmentir la idea de que su mayor aspiración es emigrar a las ciudades y dejar atrás el campo, una idea usada con frencuencia como pretexto para depredar la Amazonía.
Lo explican incluso con canciones como estas los miembros de la comunidad Matís. Están más angustiados que nunca por su futuro tras la llegada de Bolsonaro a la presidencia de Brasil el pasado 1 de enero.
El mandatario sostiene que los indígenas ocupan una extensión de tierra demasiado grande y quiere abrirla por completo a las industrias extractivistas, pese a que la constitucion brasileña protege a los pueblos originarios y reconoce su derecho a vivir y gestionar la tierra de sus ancestros.
“Tenemos que cuidar de la selva. Nuestros padres y madres nos han dicho que es nuestro territorio”.
“Yo soy hijo de un cacique y soy uno de los líderes. Tengo cultura y tengo tradiciones y quiero que mis nietos sean como yo, que usen estos ornamentos y estas pinturas. Por eso no quiero que se contamine ni el río ni el bosque. Quiero que mi familia luche para que nuestra cultura no desaparezca”.
“Quiero que mis nietos vivan así de bien como vivo yo. Por eso les pido ayuda para que los poderosos no sequen nuestros ríos y no destruyan la tierra que necesitamos para nuestra vida y sustento diario. Por favor, decid al mundo que los invasores están entrando sin autorización en nuestra tierra protegida”.
Para acompañar en este proceso de defensa a los pueblos indígenas se creó en 1972 el Consejo Indigenista Misionero o CIMI, un órgano de la Conferencia Episcopal de Brasil. Y es que ya hace décadas que la Iglesia advirtió las amenazas que se cernían sobre la supervivencia misma de estas comunidades.
Este organismo ha congregado en Atalaia do Norte a estos líderes que representan a más de 6000 indígenas de la región del río Javari, un afluente del Amazonas.
El padre Alberto, misionero javeriano, forma parte del pequeño equipo del CIMI en Atalaia do Norte. Es italiano y lleva 30 años en Brasil compartiendo el día a día de los más pobres. Un paronarama especialmente duro en núcleos urbanos como es ciudad, de frontera y con población indígena emigrada.
P. ALBERTO PANICHELLA
Sacerdote javeriano
“Estamos aislados. El gobierno del Estado no se ocupa de nosotros, el gobierno Nacional tampoco y las autoridades locales son corruptas. Desaparece el dinero, no se hacen mejoras, es una ciudad con enormes carencias, con una grandísima tasa de desempleo que llega al 50 por ciento de los habitantes...”.
El misionero lleva en esta zona menos de un año. Dice que aquí la Iglesia trabaja sin prisa pero sin pausa, tratando de enmendar algunos errores del pasado.
P. ALBERTO PANICHELLA
Sacerdote javeriano
“La Iglesia católica ha hecho mucho colonialismo hasta hace unos 30 años. Después ha cambiado de dirección y desde hace unos 40 años ya no hace esto. Es más, en ciertos lugares ha dejado incluso de hacer el Anuncio. Yo no estoy de acuerdo. Creo que el Anuncio se ha de hacer, quizá no en un primer momento sino en un segundo momento”.
Por eso, el padre Alberto aboga por la “interculturalidad y la interreligiosidad” aplicada al trato con los pueblos indígenas. La de la Iglesia en contextos así es una tarea casi artesanal, puesto que muchas de estas comunidades se han vuelto desconfiadas a causa de las muchas formas de violencia que sufren desde hace décadas.
Ángeles Conde
Rome Reports viajó a la región amazónica gracias a la REPAM y a CIDSE, una alianza internacinonal de agencias católicas dedicadas a la cooperación y el desarrollo.
