Pedro Arrupe fue el superior de los jesuitas en el delicado período del postconcilio. Gobernó la Compañía de Jesús entre el 65 y el 83. Falleció en 1991 a los 83 años.
Su proceso de beatificación acaba de abrirse oficialmente. Se recogerán testimonios para mostrar con hechos que fue un santo. Ya muchos lo consideraban un héroe durante sus años como misionero en Hiroshima, donde estuvo cuando estalló la bomba atómica.
P. PASCUAL CEBOLLADA S.J.
Postulador de la causa
“Sabemos que el 6 de agosto de 1945 él está ahí como maestro de novicios, es decir, formando a los jesuitas desde el principio. Él había estudiado Medicina en Madrid y de golpe cae la bomba, al principio no saben lo que es, ven un grandísimo resplandor y se dan cuenta”.
Pedro Arrupe convirtió, literalmente, el noviciado en un hospital de campaña y con la ayuda de los novicios comenzó a atender y a operar a los heridos.
No tuvo una vida fácil. En Japón lo acusaron de espionaje y fue encarcelado. Antes, a principios de los años 30, tuvo que huir de España a causa de la supresión de la Compañía por el odio anticlerical.
P. PASCUAL CEBOLLADA S.J.
Postulador de la causa
“Una persona que ha vivido todo esto es optimista pero con un conocimiento de la parte más dura de la realidad tremendo. Y ese era Arrupe. Arrupe, a pesar de todo, conserva esa esperanza solo en Él, solo en Jesucristo y en la Providencia de Dios que va marcando la historia, esperanza en los hombres al mismo tiempo, confía plenamente en ellos”.
En su etapa como superior general de la Compañía de Jesús tuvo que navegar entre las agitadas aguas del postconcilio y dirigir a los jesuitas entre dos corrientes opuestas. La de quienes querían cambiar todo radicalmente y la de quienes no querían cambiar nada. A unos y otros ofreció siempre la misma receta: rezar. Debió de ser muy claro porque el propio Papa Francisco no se olvidaría de este consejo treinta años después.
Pedro Arrupe impulsó la dedicación de los jesuitas en la defensa de la paz y los derechos humanos. Decía que la Iglesia no puede dar la espalda a las injusticias humanas y que no debe perder de vista su opción preferencial por los pobres.
Sus últimos años fueron difíciles. En 1980, después de consultar al resto de responsables de los jesuitas, decide presentar su renuncia. Sin embargo Juan Pablo II no la acepta. Pocos meses después, en 1981, sufrió una trombosis cerebral que le impidió seguir ejerciendo su cargo. Entonces el Papa nombró un delegado y la Compañía no pudo elegir a su sucesor hasta dos años más tarde.
Arrupe se fue consumiendo hasta fallecer en 1991. Dejó una huella profunda en la Iglesia y, sobre todo, en la Compañía de Jesús de la segunda mitad del siglo XX.