Discurso completo del Papa en la Oración por la Paz de Armenia

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27/06/2016
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(-SOLO TEXTO-) 'Venerado y querido hermano, Patriarca supremo y Catholicós de todos los armenios, Señor Presidente, Queridos hermanos y hermanas

La bendición y la paz de Dios estén con vosotros.

Mucho he deseado visitar esta querida tierra, vuestro Paí­s que fue el primero en abrazar la fe cristiana. Es una gracia para mí­ encontrarme en estas montañas, donde, bajo la mirada del monte Ararat, también el silencio parece que nos habla; donde los khatchkar â??las cruces de piedraâ?? narran una historia única, impregnada de fe sólida y sufrimiento enorme, una historia rica de grandes testigos del Evangelio, de los que sois herederos. He venido como peregrino desde Roma para encontrarme con vosotros y para manifestaros un sentimiento que brota desde la profundidad del corazón: es el afecto de vuestro hermano, es el abrazo fraterno de toda la Iglesia Católica, que os quiere y que está cerca de vosotros.

En los años pasados, se han intensificado, gracias a Dios, las visitas y los encuentros entre nuestras Iglesias, siendo siempre muy cordiales y con frecuencia memorables. La Providencia ha querido que, en el mismo dí­a en el que se recuerdan los santos Apóstoles de Cristo, estemos juntos nuevamente para reforzar la comunión apostólica entre nosotros. Estoy muy agradecido a Dios por la «real e í­ntima unidad» entre nuestras Iglesias (cf. Juan Pablo II, Celebración ecuménica, Ereván, 26 septiembre 2001: Lâ??Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 5 de octubre de 2001, p. 14) y os agradezco vuestra fidelidad al Evangelio, frecuentemente heroica, que es un don inestimable para todos los cristianos. Nuestro reencuentro no es un intercambio de ideas, sino un intercambio de dones (cf. Id., Carta enc. Ut unum sint, 28): recojamos lo que el Espí­ritu ha sembrado en nosotros, como un don para cada uno (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246). Compartamos con gran alegrí­a los muchos pasos de un camino común que ya está muy avanzado, y miremos verdaderamente con confianza al dí­a en que, con la ayuda de Dios, estaremos unidos junto al altar del sacrificio de Cristo, en la plenitud de la comunión eucarí­stica. Hacia esa meta tan deseada «somos peregrinos, y peregrinamos juntos [â?¦] hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas» (ibí­d., 244).

En este trayecto nos preceden y acompañan muchos testigos, de modo particular tantos mártires que han sellado con la sangre la fe común en Cristo: son nuestras estrellas en el cielo, que resplandecen sobre nosotros e indican el camino que nos falta por recorrer en la tierra hacia la comunión plena. Entre los grandes Padres, deseo mencionar al santo Catholicós Nerses Shnorhali. Él manifestaba un amor extraordinario por su pueblo y sus tradiciones, y, al mismo tiempo, estaba abierto a las otras Iglesias, incansable en la búsqueda de la unidad, deseoso de realizar la voluntad de Cristo: que los creyentes «sean uno» (Jn 17,21). En efecto, la unidad no es un beneficio estratégico para buscar mutuos intereses, sino lo que Jesús nos pide y que depende de nosotros cumplir con buena voluntad y con todas las fuerzas, para realizar nuestra misión: ofrecer al mundo, con coherencia, el Evangelio.

Para lograr la unidad necesaria no basta, según san Nerses, la buena voluntad de alguien en la Iglesia: es indispensable la oración de todos. Es hermoso estar aquí­ reunidos para rezar unos por otros, unos con otros. Y es sobre todo el don de la oración que he venido a pediros esta tarde. Por mi parte, os aseguro que, al ofrecer el Pan y el Cáliz en el altar, no dejo de presentar al Señor a la Iglesia de Armenia y a vuestro querido pueblo.

San Nerses advertí­a también la necesidad de acrecentar el amor recí­proco, porque sólo la caridad es capaz de sanar la memoria y curar las heridas del pasado: sólo el amor borra los prejuicios y permite reconocer que la apertura al hermano purifica y mejora las propias convicciones. Para el santo Catholicós, es esencial imitar en el camino hacia la unidad el estilo del amor de Cristo, que «siendo rico» (2 Co 8,9), «se humilló a sí­ mismo» (Flp 2,8). Siguiendo su ejemplo, estamos llamados a tener la valentí­a de dejar las convicciones rí­gidas y los intereses propios, en nombre del amor que se abaja y se da, en nombre del amor humilde: este es el aceite bendecido de la vida cristiana, el ungí¼ento espiritual precioso que cura, fortifica y santifica. «Suplimos las faltas con caridad unánime», escribí­a san Nerses (Cartas de Nerses Shnorhali, Catholicós de los Armenios, Venecia 1873, 316), e incluso â??hací­a entenderâ?? con una particular dulzura de amor, que ablande la dureza de los corazones de los cristianos, también de los que a veces están replegados en sí­ mismos y en sus propios beneficios. No los cálculos ni los intereses, sino el amor humilde y generoso atrae la misericordia del Padre, la bendición de Cristo y la abundancia del Espí­ritu Santo. Rezando y «amándonos intensamente unos a otros con corazón puro» (cf. 1 P 1, 22), con humildad y apertura de ánimo, dispongámonos a recibir el don de la unidad. Sigamos nuestro camino con determinación, más aún corramos hacia la plena comunión entre nosotros.

«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14,27). Hemos escuchado estas palabras del Evangelio, que nos disponen a implorar de Dios esa paz que el mundo tanto se esfuerza por encontrar. ¡Qué grandes son hoy los obstáculos en el camino de la paz y qué trágicas las consecuencias de las guerras! Pienso en las poblaciones forzadas a abandonar todo, de modo particular en Oriente Medio, donde muchos de nuestros hermanos y hermanas sufren violencia y persecución a causa del odio y de conflictos, fomentados siempre por la plaga de la proliferación y del comercio de armas, por la tentación de recurrir a la fuerza y por la falta de respeto a la persona humana, especialmente a los débiles, a los pobres y a los que piden sólo una vida digna.

No dejo de pensar en las pruebas terribles que vuestro pueblo ha experimentado: Apenas ha pasado un siglo del 'Gran Malâ? que se abatió sobre vosotros. Ese «exterminio terrible y sin sentido» (Saludo al comienzo de la Santa Misa para los fieles de rito armenio, 12 abril 2015), este trágico misterio de iniquidad que vuestro pueblo ha experimentado en su carne, permanece impreso en la memoria y arde en el corazón. Quiero reiterar que vuestros sufrimientos nos pertenecen: «son los sufrimientos de los miembros del Cuerpo mí­stico de Cristo» (Juan Pablo II, Carta apostólica en ocasión del XVII Centenario del bautismo del pueblo armenio, 7: Lâ??Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de marzo de 2001, p. 6); recordarlos no es sólo oportuno, sino necesario: que sean una advertencia en todo momento, para que el mundo no caiga jamás en la espiral de horrores semejantes.

Al mismo tiempo, deseo recordar con admiración cómo la fe cristiana, «incluso en los momentos más trágicos de la historia armenia, ha sido el estí­mulo que ha marcado el inicio del renacimiento del pueblo probado» (ibí­d., 276). Esta es vuestra verdadera fuerza, que permite abrirse a la ví­a misteriosa e salví­fica de la Pascua: las heridas que permanecen abiertas y que han sido producidas por el odio feroz e insensato, pueden en cierto modo conformarse a las de Cristo resucitado, a esas heridas que le fueron infligidas y que tiene impresas todaví­a en su carne. Él las mostró gloriosas a los discí­pulos la noche de Pascua (cf. Jn 20,20): esas heridas terribles de dolor padecidas en la cruz, transfiguradas por el amor, son fuente de perdón y de paz. Del mismo modo, también el dolor más grande, transformado por el poder salví­fico de la cruz, de la cual los Armenios son heraldos y testigos, puede ser una semilla de paz para el futuro.

La memoria, traspasada por el amor, es capaz de adentrarse por senderos nuevos y sorprendentes, donde las tramas del odio se transforman en proyectos de reconciliación, donde se puede esperar en un futuro mejor para todos, donde son «dichosos los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Hará bien a todos comprometerse para poner las bases de un futuro que no se deje absorber por la fuerza engañosa de la venganza; un futuro, donde no nos cansemos jamás de crear las condiciones por la paz: un trabajo digno para todos, el cuidado de los más necesitados y la lucha sin tregua contra la corrupción, que tiene que ser erradicada.

Queridos jóvenes: este futuro os pertenece: sabiendo aprovechar la gran sabidurí­a de vuestros ancianos, desead ser constructores de paz: no notarios del status quo, sino promotores activos de una cultura del encuentro y de la reconciliación. Que Dios bendiga vuestro futuro y «haga que se retome el camino de reconciliación entre el pueblo armenio y el pueblo turco, y que la paz brote también en el Nagorno Karabaj» (Mensaje a los Armenios, 12 abril 2015).

Por último, quiero evocar en esta perspectiva a otro gran testigo y artí­fice de la paz de Cristo, san Gregorio de Narek, que he proclamado Doctor de la Iglesia. Podrí­a ser definido también «Doctor de la paz». Así­ escribí­a en ese extraordinario Libro que me gusta considerar como la «constitución espiritual del pueblo armenio»: «Recuérdate, [Señor, â?¦] de los que en la estirpe humana son nuestros enemigos, pero por el bien de ellos: concede a ellos perdón y misericordia. [â?¦] No extermines a los que me muerden, transfórmalos. Extirpa la viciosa conducta terrena y planta la buena en mí­ y en ellos» (Libro de las Lamentaciones, 83, 1-2). Narek, «partí­cipe profundamente consciente de toda necesidad» (ibí­d., 3,2), ha querido identificarse incluso con los débiles y los pecadores de todo tiempo y lugar, para interceder en favor de todos (cf. ibí­d., 31,3; 32,1; 47,2): se ha hecho «'ofrenda de oraciónâ? de todo el mundo» (ibí­d., 28,2). Su solidaridad universal con la humanidad es un gran mensaje cristiano de paz, un grito vehemente que implora misericordia para todos. Los armenios, presentes en muchos paí­ses y a quienes deseo abrazar fraternalmente desde aquí­, son mensajeros de este deseo de comunión, «embajadores de paz» (Juan Pablo II, Carta apostólica en ocasión del XVII Centenario del bautismo del pueblo armenio: Lâ??Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de marzo de 2001, p. 6). Todo el mundo necesita de vuestro mensaje, necesita de vuestra presencia, necesita de vuestro testimonio más puro. Khaâ??raâ??rutiun amenetzun (Que la paz esté con vosotros)'.

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