Homilía completa del Papa Francisco en la misa con las comunidades indígenas en Chiapas

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15/02/2016
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Li smantal Kajvaltike toj lek â?? la ley del Señor es perfecta del todo y reconforta el alma, así­ comenzaba el salmo que hemos escuchado. La ley del Señor es perfecta; y el salmista se encarga de enumerar todo lo que esa ley genera al que la escucha y la sigue: reconforta el alma, hace sabio al sencillo, alegra el corazón, es luz para alumbrar el camino.

Esa es la ley que el Pueblo de Israel habí­a recibido de mano de Moisés, una ley que ayudarí­a al Pueblo de Dios a vivir en la libertad a la que habí­an sido llamados. Ley que querí­a ser luz para sus pasos y acompañar el peregrinar de su Pueblo. Un Pueblo que habí­a experimentado la esclavitud y el despotismo del Faraón, que habí­a experimentado el sufrimiento y el maltrato hasta que Dios dice basta, hasta que Dios dice: ¡No más! He visto la aflicción, he oí­do el clamor, he conocido su angustia (cf. Ex 3,9). Y ahí­ se manifiesta el rostro de nuestro Dios, el rostro del Padre que sufre ante el dolor, el maltrato, la inequidad en la vida de sus hijos; y su Palabra, su ley, se volví­a sí­mbolo de libertad, sí­mbolo de alegrí­a, sabidurí­a y luz. Experiencia, realidad que encuentra eco en esa expresión que nace de la sabidurí­a acunada en estas tierras desde tiempos lejanos, y que reza en el Popol Vuh de la siguiente manera: El alba sobrevino sobre todas las tribus juntas. La faz de la tierra fue enseguida saneada por el sol (33). El alba sobrevino para los pueblos que una y otra vez han caminado en las distintas tinieblas de la historia. 

En esta expresión, hay un anhelo de vivir en libertad, hay un anhelo que tiene sabor a tierra prometida donde la opresión, el maltrato y la degradación no sean la moneda corriente. En el corazón del hombre y en la memoria de muchos de nuestros pueblos está inscrito el anhelo de una tierra, de un tiempo donde la desvalorización sea superada por la fraternidad, la injusticia sea vencida por la solidaridad y la violencia sea callada por la paz.

Nuestro Padre no sólo comparte ese anhelo, Él mismo lo ha estimulado y lo estimula al regalarnos a su hijo Jesucristo. En Él encontramos la solidaridad del Padre caminando a nuestro lado. En Él vemos cómo esa ley perfecta toma carne, toma rostro, toma la historia para acompañar y sostener a su Pueblo; se hace Camino, se hace Verdad, se hace Vida, para que las tinieblas no tengan la última palabra y el alba no deje de venir sobre la vida de sus hijos.

De muchas formas y maneras se ha querido silenciar y callar ese anhelo, de muchas maneras han intentado anestesiarnos el alma, de muchas formas han pretendido aletargar y adormecer la vida de nuestros niños y jóvenes con la insinuación de que nada puede cambiar o de que son sueños imposibles. Frente a estas formas, la creación también sabe levantar su voz; «esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los sí­ntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que 'gime y sufre dolores de partoâ? (Rm 8,22)» (Laudato siâ??, 2).

El desafí­o ambiental que vivimos, y sus raí­ces humanas, nos impactan a todos (cf. Laudato siâ??,14) y nos interpelan. Ya no podemos hacernos los sordos frente a una de las mayores crisis ambientales de la historia. 

En esto ustedes tienen mucho que enseñarnos. Sus pueblos, como han reconocido los obispos de América Latina, saben relacionarse armónicamente con la naturaleza, a la que respetan como «fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano» (Aparecida, 472).

Sin embargo, muchas veces, de modo sistemático y estructural, sus pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, su cultura y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos harí­a a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita. 

Los jóvenes de hoy, expuestos a una cultura que intenta suprimir todas las riquezas y caracterí­sticas culturales en pos de un mundo homogéneo, necesitan que no se pierda la sabidurí­a de sus ancianos. 

El mundo de hoy, preso del pragmatismo, necesita reaprender el valor de la gratuidad.

Estamos celebrando la certeza de que «el Creador no nos abandona, (que) nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, (que) no se arrepiente de habernos creado» (Laudato siâ??, 13). 

Celebramos que Jesucristo sigue muriendo y resucitando en cada gesto que tengamos con el más pequeño de sus hermanos. Animémonos a seguir siendo testigos de su Pasión, de su 

Resurrección haciendo carne Li smantal Kajvaltike toj lek â?? la ley del Señor que es perfecta del todo y reconforta el alma.

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