Discurso completo del Papa a los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede

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11/01/2016
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Excelencias, Señoras y Señores: Les doy la cordial bienvenida a esta cita anual, que me da la oportunidad de presentarles mis mejores deseos para el nuevo año, y de reflexionar con ustedes sobre la situación de nuestro mundo, bendecido y amado por Dios, y, sin embargo, cansado y afligido por tantos males. Doy las gracias al nuevo Decano del Cuerpo Diplomático, Su Excelencia el Sr. Armindo Fernandes do Espí­rito Santo Vieira, Embajador de Angola, por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Al mismo tiempo quiero recordar de manera especial a los difuntos Embajadores de Cuba, Rodney Alejandro López Clemente, y de Liberia, Rudolf P. von Ballmoos, cuando se cumple casi un mes de su muerte. 

Aprovecho la ocasión también para saludar de modo particular a los que participan por primera vez en este encuentro, reconociendo con agrado que, en el último año, se ha incrementado el número de embajadores residentes en Roma. Es un signo importante del interés con que la comunidad internacional sigue la actividad diplomática de la Santa Sede. Prueba de ello son también los acuerdos internacionales firmados o ratificados durante el año que acaba de terminar. En particular, quisiera mencionar los acuerdos en materia fiscal firmados con Italia y con los Estados Unidos de América, que demuestran el creciente compromiso de la Santa Sede en favor de una mayor transparencia en materia económica. Igualmente importantes son los acuerdos de carácter general, orientados a regular los aspectos esenciales de la vida y de la actividad de la Iglesia en varios paí­ses, como el acuerdo firmado en Dili con la República Democrática de Timor Oriental. 

Del mismo modo, deseo mencionar el intercambio de los instrumentos de ratificación del Acuerdo con Chad sobre el estatuto jurí­dico de la Iglesia católica en ese Paí­s, así­ como el Acuerdo firmado y ratificado con Palestina. Se trata de dos acuerdos que, junto con el Memorándum de Entendimiento entre la Secretarí­a de Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Kuwait, demuestran, entre otras cosas, que la convivencia pací­fica entre los creyentes de distintas religiones es posible, allí­ donde la libertad religiosa se reconoce, y se garantiza la posibilidad efectiva de colaborar en la edificación del bien común, en el respeto mutuo de la identidad cultural de cada uno. Por otro lado, toda experiencia religiosa auténticamente vivida promueve la paz. Nos lo recuerda la Navidad que acabamos de celebrar y en la que hemos contemplado el nacimiento de un niño indefenso, «llamado: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Prí­ncipe de la paz» (Is 9,5). 

El misterio de la Encarnación nos muestra el verdadero rostro de Dios, para quien el poder no significa fuerza y destrucción, sino amor; la justicia no significa venganza, sino misericordia. He querido que se situara en esta perspectiva el Jubileo extraordinario de la Misericordia, que inauguré excepcionalmente en Bangui durante mi viaje apostólico a Kenia, Uganda y República Centroafricana. En un paí­s tan golpeado por el hambre, la pobreza y los conflictos, en el que la violencia fratricida de los últimos años ha dejado profundas heridas en las almas, desgarrando la comunidad nacional y generando pobreza material y moral, la apertura de la Puerta Santa de la Catedral de Bangui pretendí­a ser un signo de aliento para alzar la mirada, para retomar el camino y para volver a encontrar las razones para el diálogo. Allí­ donde se ha abusado del nombre de Dios para cometer injusticias, he querido reafirmar, junto con la comunidad musulmana de la República Centroafricana, que «quien dice que cree en Dios ha de ser también un hombre o una mujer de paz», y, por lo tanto, de misericordia, porque nunca se puede matar en nombre de Dios. Sólo una forma ideológica y desviada de religión puede pensar que se hace justicia en nombre del Omnipotente masacrando deliberadamente a personas indefensas, como ocurrió en los sanguinarios atentados terroristas de los últimos meses en ífrica, Europa y Oriente Medio.

La Misericordia ha sido el «hilo conductor» que ha guiado mis viajes apostólicos durante el año pasado. Me refiero en primer lugar a la visita a Sarajevo, ciudad profundamente golpeada por la guerra en los Balcanes y capital de un Paí­s, Bosnia y Herzegovina, que tiene un significado especial para Europa y para el mundo entero. Como encrucijada de culturas, naciones y religiones se está esforzando, con resultados positivos, en construir puentes nuevos, valorar lo que une y ver las diferencias como oportunidades de crecimiento en el respeto de todos. Esto es posible a través del diálogo paciente y confiado, que sabe respetar los valores de la cultura de cada uno y acoger lo que hay de bueno en las experiencias de los demás.

 Pienso también en el viaje a Bolivia, Ecuador y Paraguay, donde encontré pueblos que no se rinden ante las dificultades, y se enfrentan con valentí­a, determinación y espí­ritu de fraternidad a los muchos retos que los afligen, empezando por la pobreza generalizada y las desigualdades sociales. 

En el viaje a Cuba y a los Estados Unidos de América pude abrazar a dos paí­ses que durante mucho tiempo han estado divididos, y que han decidido escribir una nueva página de la historia, emprendiendo un camino de acercamiento y reconciliación. En Filadelfia, con ocasión del Encuentro Mundial de las Familias, así­ como durante el viaje a Sri Lanka y Filipinas, y con el reciente Sí­nodo de los Obispos, he recordado la importancia de la familia, que es la primera y más importante escuela de la misericordia, en la que se aprende a descubrir el rostro amoroso de Dios y en la que nuestra humanidad crece y se desarrolla. Por desgracia, sabemos cuántos desafí­os tiene que afrontar la familia en este tiempo en el que está «amenazada por el creciente intento, por parte de algunos, de redefinir la institución misma del matrimonio, guiados por el relativismo, la cultura de lo efí­mero, la falta de apertura a la vida».

 Hoy existe un miedo generalizado a la estabilidad que la familia reclama y quienes pagan las consecuencias son sobre todo los más jóvenes, a menudo frágiles y desorientados, y los ancianos que terminan siendo olvidados y abandonados. Por el contrario, «de la fraternidad vivida en la familia, nace (...) la solidaridad en la sociedad», que nos lleva a ser unos responsables de los otros. Esto sólo es posible si en nuestras casas, así­ como en nuestra sociedad, no permitimos que se sedimenten el cansancio y los resentimientos, sino que damos paso al diálogo, que es el mejor antí­doto contra el individualismo, tan extendido en la cultura de nuestro tiempo. 

Estimados Embajadores.  Un espí­ritu individualista es terreno fértil para que madure el sentido de indiferencia hacia el prójimo, que lleva a tratarlo como puro objeto de compraventa, que induce a desinteresarse de la humanidad de los demás y termina por hacer que las personas sean pusilánimes y cí­nicas. ¿Acaso no son estas las actitudes que frecuentemente asumimos frente a los pobres, los marginados o los últimos de la sociedad? ¡Y cuántos últimos hay en nuestras sociedades! Entre estos, pienso sobre todo en los emigrantes, con la carga de dificultades y sufrimientos que deben soportar cada dí­a en la búsqueda, a veces desesperada, de un lugar donde poder vivir en paz y con dignidad.  Quisiera, por tanto, detenerme a reflexionar con ustedes sobre la grave emergencia migratoria que estamos afrontando, para discernir sus causas, plantear soluciones, y vencer el miedo inevitable que acompaña un fenómeno tan consistente e imponente, que a lo largo del año 2015 ha afectado principalmente a Europa, pero también a diversas regiones de Asia, así­ como del norte y el centro de América.«No tengas miedo ni te acobardes, que contigo está el Señor, tu Dios, en cualquier cosa que emprendas» (Jos 1,9). Es la promesa que Dios hizo a Josué y que pone de manifiesto cómo el Señor acompaña a cada persona, sobre todo a quien se encuentra en una situación de fragilidad, como la que tiene quien busca refugio en un paí­s extranjero. En efecto, toda la Biblia nos narra la historia de una humanidad en camino, porque el estar en camino es connatural al hombre. Su historia está hecha de tantas migraciones, a veces como fruto de su conciencia del derecho a una libre elección; otras, impuestas a menudo por las circunstancias externas. Desde el exilio del paraí­so terrenal hasta Abrahán, en camino hacia la tierra prometida, desde la narración del Éxodo hasta la deportación en Babilonia, la Sagrada Escritura narra fatigas y sufrimientos, aspiraciones y esperanzas, que son comunes a los de cientos de miles de personas que, también en nuestros dí­as, con la misma determinación de Moisés, se ponen en marcha para llegar a una tierra en la cual que destile «leche y miel» (cf. Ex 3, 17), donde poder vivir en libertad y en paz. 

Y así­, también hoy como entonces, oí­mos el grito de Raquel que llora por sus hijos porque ya no están (cf. Jr 31,15; Mt 2,18). Es la voz de los miles de personas que lloran huyendo de guerras espantosas, de persecuciones y de violaciones de los derechos humanos, o de la inestabilidad polí­tica o social, que hace imposible la vida en la propia patria. Es el grito de cuantos se ven obligados a huir para evitar las indescriptibles barbaries cometidas contra personas indefensas, como los niños y los discapacitados, o el martirio por el simple hecho de su fe religiosa.  También hoy como entonces, escuchamos la voz de Jacob que dice a sus hijos: «Bajad y comprad allí­ [el grano] para nosotros, a fin de que sobrevivamos y no muramos» (Gn 42,2). Es la voz de los que escapan de la miseria extrema, al no poder alimentar a sus familias ni tener acceso a la atención médica y a la educación, de la degradación, porque no tienen ninguna perspectiva de progreso, o de los cambios climáticos y las condiciones climáticas extremas. 

Todos saben que el hambre sigue siendo, desgraciadamente, una de las plagas más graves de nuestro mundo, con millones de niños que mueren cada año por su causa. Duele constatar, sin embargo, que a menudo estos emigrantes no entran en los sistemas internacionales de protección en virtud de los acuerdos internacionales.  Â¿Cómo no ver en todo esto el fruto de una «cultura del descarte» que pone en peligro a la persona humana, sacrificando a hombres y mujeres a los í­dolos del beneficio y del consumismo? Es grave acostumbrarse a estas situaciones de pobreza y necesidad, al drama de tantas personas, y considerarlas como «normales». No se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si «todaví­a no son útiles» â?? como los no nacidosâ?? , o si «ya no sirven » â??como los ancianosâ??. Nos hemos hecho insensibles a cualquier forma de despilfarro, comenzando por el de los alimentos, que es uno de los más vergonzosos, pues son muchas las personas y las familias que sufren hambre y desnutrición.5 

 

 La Santa Sede espera que el Primer Vértice Humanitario Mundial, convocado por las Naciones Unidas para el próximo mes de mayo, pueda, en medio del actual y triste cuadro de conflictos y desastres, tener éxito en su intento de colocar a la persona humana y su dignidad en el centro de cualquier respuesta humanitaria. Se hace necesario un compromiso común que acabe decididamente con la cultura del descarte y de la ofensa a la vida humana, de modo que nadie se sienta descuidado u olvidado, y que no se sacrifiquen más vidas por falta de recursos y, sobre todo, de voluntad polí­tica.  

Tristemente, seguimos escuchando también hoy la voz de Judas que sugiere vender a su propio hermano (cf. Gn 37,26-27). Es la arrogancia de los poderosos que, con fines egoí­stas o cálculos estratégicos y polí­ticos, instrumentalizan a los débiles y los reducen a objetos. Allí­ donde una migración regular es imposible, los emigrantes se ven obligados a dirigirse, ordinariamente, a quienes practican la trata [trafficking] o el contrabando [smuggling] de seres humanos, a pesar de que son, en gran parte, conscientes del peligro que corren de perder durante la travesí­a sus bienes, su dignidad e, incluso, la propia vida. En este sentido, renuevo una vez más el llamado a detener el tráfico de personas, que convierte a los seres humanos en mercancí­a, especialmente a los más débiles e indefensos. Permanecerán siempre indelebles en nuestra mente y en nuestro corazón las imágenes de los niños ahogados en el mar, ví­ctimas de la falta de escrúpulos de los hombres y de la inclemencia de la naturaleza. Quien logra sobrevivir y llegar a un paí­s que lo acoge, lleva permanentemente las profundas cicatrices provocadas por esas experiencias, además de las producidas por los horrores que acompañan siempre a las guerras y a las violencias.  Igual que en aquel tiempo, también hoy se oye repetir al íngel: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí­ hasta que yo te avise» (Mt 2,13). Es la voz que escuchan muchos de los emigrantes que jamás habrí­an dejado su propia patria si no se hubieran visto obligados a ello. Se cuentan entre ellos la multitud de cristianos que, cada vez más en masa, han tenido que abandonar durante los últimos años su propia tierra, en la que han vivido incluso desde los orí­genes del cristianismo. 

Por último, también hoy escuchamos la voz del salmista que dice: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sion» (Sal 136 [137], 1). Es el llanto de quienes regresarí­an de buena gana a sus propios paí­ses si encontraran adecuadas condiciones de seguridad y de subsistencia. También en este caso, pienso en los cristianos del Medio Oriente, deseosos de contribuir, como ciudadanos a pleno tí­tulo, al bienestar espiritual y material de sus respectivas naciones.  Gran parte de las causas que provocan la emigración se podí­an haber ya afrontado desde hace tiempo. Así­, se podrí­a haber evitado o, al menos, mitigado sus consecuencias más crueles. Todaví­a ahora, y antes de que sea demasiado tarde, se puede hacer mucho para detener las tragedias y construir la paz. Para ello, habrí­a que poner en discusión costumbres y prácticas consolidadas, empezando por los problemas relacionados con el comercio de armas, el abastecimiento de materias primas y de energí­a, la inversión, la polí­tica financiera y de ayuda al desarrollo, hasta la grave plaga de la corrupción. Somos conscientes de que, con relación al tema de la emigración, se necesitan establecer planes a medio y largo plazo que no se queden en la simple respuesta a una emergencia. Deben servir, por una parte, para ayudar realmente a la integración de los emigrantes en los paí­ses de acogida y, al mismo tiempo, favorecer el desarrollo de los paí­ses de proveniencia, con polí­ticas solidarias, que no sometan las ayudas a estrategias y prácticas ideológicas ajenas o contrarias a las culturas de los pueblos a las que van dirigidas. 

Sin olvidar otras situaciones dramáticas, y pienso particularmente en la frontera entre México y los Estados Unidos de América, a la que me acercaré el próximo mes cuando visite Ciudad Juárez, quisiera dedicar una especial reflexión a Europa. En efecto, durante el último año se ha visto afectada por un flujo masivo de prófugos â??mucho de los cuales han encontrado la muerte en el tentativo de alcanzarlaâ??, que no tiene precedentes en la historia reciente, ni siquiera al final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos emigrantes procedentes de Así­a y ífrica, ven a Europa como un referente por sus principios, como la igualdad ante la ley, y por los valores inscritos en la naturaleza misma de todo hombre, como la inviolabilidad de la dignidad y la igualdad de toda persona, el amor al prójimo sin distinción de origen y pertenencia, la libertad de conciencia y la solidaridad con sus semejantes. Sin embargo, los desembarcos masivos en las costas del Viejo Continente parece que ponen en dificultad al sistema de acogida construido  laboriosamente sobre las cenizas del segunda conflicto mundial, que sigue siendo un faro de humanidad al cual referirse. 

Ante la magnitud de los flujos y sus inevitables problemas asociados han surgido muchos interrogantes acerca de las posibilidades reales de acogida y adaptación de las personas, sobre el cambio en la estructura cultural y social de los paí­ses de acogida, así­ como sobre un nuevo diseño de algunos equilibrios geopolí­ticos regionales. Son igualmente relevantes los temores sobre la seguridad, exasperados sobremanera por la amenaza desbordante del terrorismo internacional. La actual ola migratoria parece minar la base del «espí­ritu humanista» que desde siempre Europa ha amado y defendido. Sin embargo, no podemos consentir que pierdan los valores y los principios de humanidad, de respeto por la dignidad de toda persona, de subsidiariedad y solidaridad recí­proca, a pesar de que puedan ser, en ciertos momentos de la historia, una carga difí­cil de soportar. Deseo, por tanto, reiterar mi convicción de que Europa, inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes. Al mismo tiempo, siento la necesidad de expresar mi gratitud por todas las iniciativas que se han adoptado para facilitar una acogida digna de las personas, como son, entre otras, las realizadas por el Fondo Migrantes y Refugiados del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa, así­ como por el compromiso de aquellos paí­ses que han mostrado una generosa disponibilidad a la ayuda. 


Me refiero sobre todo a las Naciones vecinas a Siria, que han respondido inmediatamente con la asistenta y la acogida, especialmente el Lí­bano, donde los refugiados constituyen una cuarta parte de la población total, y Jordania, que no ha cerrado sus fronteras a pesar de que alberga a cientos de miles de refugiados. Del mismo modo, no hay que olvidar los esfuerzos de otros paí­ses que se encuentran en la primera lí­nea, especialmente Turquí­a y Grecia. Deseo expresar un agradecimiento especial a Italia, cuyo firme compromiso ha salvado muchas vidas en el Mediterráneo y que, incluso en su territorio, se ocupa de un ingente número de refugiados. Espero que el tradicional sentido de hospitalidad y solidaridad que caracteriza al pueblo italiano no se debilite ante las inevitables dificultades del momento, sino que, a la luz de su tradición milenaria, sea capaz de acoger e integrar la aportación social, económica y cultural que los emigrantes pueden ofrecer. Es importante que no se deje solas a las naciones que se encuentran en primera lí­nea haciendo frente a la emergencia actual, y es igualmente indispensable que se inicie un diálogo franco y respetuoso entre todos los paí­ses implicados en el problema â??de origen, tránsito o recepciónâ?? para que, con mayor audacia creativa, se busquen soluciones nuevas y sostenibles. 

En la coyuntura actual, en efecto, los Estados no pueden pretender buscar por su cuenta dichas soluciones, ya que las consecuencias de las opciones de cada uno repercuten inevitablemente sobre toda la Comunidad internacional. Se sabe que las migraciones constituirán un elemento determinante del futuro del mundo, mucho más de lo que ha sido hasta ahora, y de que las respuestas sólo vendrán como fruto de un trabajo común, que respete la dignidad humana y los derechos de las personas. La Agenda para el Desarrollo, que las Naciones Unidas ha adoptado en septiembre pasado para los próximos 15 años, aborda muchos de los problemas que llevan a la emigración, al igual que otros documentos de la Comunidad internacional sobre la gestión de la problemática migratoria, sólo responderán a las expectativas si saben colocar a la persona en el centro de las decisiones polí­ticas, a todos los niveles, y ven a la humanidad como una sola familia y a los hombres como hermanos, respetando las reciprocas diferencias y las convicciones de conciencia. Para afrontar el tema de la emigración es importante, de hecho, que se preste atención a sus implicaciones culturales, empezando por las que están relacionadas con la propia confesión religiosa. El extremismo y el fundamentalismo se ven favorecidos, no sólo por una instrumentalización de la religión en función del poder, sino también por la falta de ideales y la pérdida de la identidad, incluso religiosa, que caracteriza dramáticamente al así­ llamado Occidente. De este vací­o nace el miedo que empuja a ver al otro como un peligro y un enemigo, a encerrarse en sí­ mismo, enrocándose en sus planteamientos preconcebidos. El fenómeno migratorio, por tanto, plantea un importante desafí­o cultural, que no se puede dejar sin responder. La acogida puede ser una ocasión propicia para una nueva comprensión y apertura de mente, tanto para el que es acogido, y tiene el deber de respetar los valores, las tradiciones y las leyes de la comunidad que lo acoge, como para esta última, que está llamada a apreciar lo que cada emigrante puede aportar en beneficio de toda la comunidad. En este contexto, la Santa Sede renueva su compromiso en el campo ecuménico e interreligioso para establecer un diálogo sincero y leal que, valorando las peculiaridades y la identidad de cada uno, favorezca una convivencia armónica de todos los miembros de la sociedad.  

Distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático. 

En el año 2015 se han concluido importantes acuerdos internacionales, que son un buen augurio para el futuro. Me refiero, en primer lugar, al llamado Acuerdo sobre el programa nuclear iraní­, que espero contribuirá a fomentar un clima de distensión en la Región, así­ como a la consecución del tan esperado acuerdo sobre el clima en la Conferencia de Parí­s. Se trata de un importante acuerdo, que representa un logro significativo para toda la Comunidad internacional y que pone de manifiesto una fuerte conciencia colectiva acerca de la grave responsabilidad que todos, individuos y naciones, tenemos en la protección de la creación, y en la promoción de una «cultura del cuidado que impregne toda la sociedad». Ahora es vital que los compromisos asumidos no sólo representen un buen propósito, sino que todos los Estados sientan la obligación real de poner en marcha las acciones necesarias para salvaguardar nuestra amada Tierra, para bien de toda la humanidad, especialmente de las generaciones futuras. Por su parte, el año que acaba de comenzar se presenta lleno de desafí­os y ya han aparecido en el horizonte muchas tensiones. Me refiero sobre todo a los graves contrastes que han surgido en la región del Golfo Pérsico, así­ como al preocupante ensayo militar realizado en la pení­nsula coreana. Espero que los antagonismos abran paso a la voz de la paz y de la buena voluntad en la búsqueda de acuerdos. En esa perspectiva, veo con agrado que no faltan gestos significativos y especialmente ilusionantes. Me refiero en particular al clima pací­fico de convivencia en el que se han realizado las recientes elecciones en la República Centroafricana y que representa un signo positivo de la voluntad de proseguir el camino emprendido hacia una plena reconciliación nacional. 

Pienso, además, en las nuevas iniciativas que se han puesto en marcha en Chipre, para resolver una división que dura ya mucho tiempo, y a los esfuerzos del pueblo colombiano para superar los conflictos del pasado y lograr la tan ansiada paz. Todos miramos con esperanza los pasos importantes que la Comunidad internacional ha emprendido para encontrar una solución polí­tica y diplomática a la crisis en Siria, que ponga fin a un sufrimiento de la población que dura ya demasiado tiempo. Del mismo modo, llegan señales positivas de Libia, que permiten confiar en un renovado compromiso para erradicar la violencia y restaurar la unidad del paí­s. Por otro lado, cada vez es más claro que sólo la acción polí­tica conjunta y acordada ayudará a contener la propagación del extremismo y del fundamentalismo, con sus implicaciones de carácter terrorista, que producen tantas ví­ctimas en Siria y Libia, así­ como en otros paí­ses, como Irak y Yemen.

 Espero que este Año Santo de la Misericordia sea también una ocasión para el diálogo y la reconciliación que ayude a la construcción del bien común en Burundi, la República Democrática del Congo y Sudán del Sur. Que sea, sobre todo, un momento propicio para poner definitivamente fin al conflicto en las regiones orientales de Ucrania. Es fundamental el apoyo que, desde muchos puntos de vista, la comunidad internacional, los estados y las organizaciones humanitarias pueden ofrecer al paí­s para que supere la crisis actual. El reto principal que nos espera es, sin embargo, el de vencer la indiferencia para construir juntos la paz,9 que es un bien que hay perseguir siempre. Por desgracia, entre las muchas partes de nuestro querido mundo que la anhelan ardientemente está la Tierra que Dios ha preferido y elegido para mostrar a todos el rostro de su misericordia. 

Mi esperanza es que en este nuevo año se cierren las profundas heridas que dividen a israelí­es y palestinos y se consiga la convivencia pací­fica de dos pueblos que, en lo profundo de sus corazones â??estoy seguroâ??, no desean otra cosa que la paz.  

Excelencias, Señoras y Señores. En el plano diplomático, la Santa Sede no dejará nunca de trabajar para que la voz de la paz llegue hasta los extremos de la tierra. Renuevo, por tanto, la plena disponibilidad de la Secretarí­a de Estado para colaborar con ustedes en el fomento de un diálogo constante entre la Sede Apostólica y los paí­ses que ustedes representan, para el bien de toda la Comunidad internacional, con la certeza interior de que este año jubilar será una buena oportunidad para vencer, con el calor de la misericordia, don precioso de Dios que transforma el miedo en amor y nos hace artí­fices de paz, la frí­a indiferencia de tantos corazones. Con estos sentimientos, renuevo a cada uno de ustedes, a sus familias, a sus paí­ses, mis más fervientes deseos de un año lleno de bendiciones. Gracias. 

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