Discurso completo del Papa Francisco en la visita a una casa de acogida en Nalukolongo

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28/11/2015
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Queridos amigos:  Les agradezco su afectuosa acogida. Tení­a un gran deseo de visitar esta Casa de la Caridad, que el Cardenal Nsubuga fundó aquí­ en Nalukolongo. Este lugar siempre ha estado ligado al compromiso de la Iglesia en favor de los pobres, los discapacitados y los enfermos. Pienso particularmente en el enorme y fructí­fero trabajo realizado con las personas afectadas por el SIDA. Aquí­, en los primeros tiempos, se rescató a niños de la esclavitud y las mujeres recibieron una educación religiosa. Saludo a las Hermanas del Buen Samaritano, que llevan adelante esta excelente obra y les agradezco el servicio silencioso y gozoso en el apostolado de estos años.   

Saludo también a los representantes de los numerosos grupos de apostolado, que se ocupan de atender las necesidades de nuestros hermanos y hermanas en Uganda. Sobre todo, saludo a quienes viven en esta Casa y en otras semejantes, así­ como a todos los que se acogen a las iniciativas de caridad cristiana. Porque ésta es justamente una casa. Aquí­ pueden encontrar afecto y premura; aquí­ pueden sentir la presencia de Jesús nuestro hermano, que nos ama a cada uno con ese amor que es propio de Dios.  

Hoy, desde esta Casa, quisiera hacer un llamamiento a todas las parroquias y comunidades de Uganda â??y del resto de ífricaâ?? para que no se olviden de los pobres. El Evangelio nos impulsa a salir hacia las periferias de la sociedad y encontrar a Cristo en el que sufre y pasa necesidad. El Señor nos dice con palabras claras que nos juzgará de esto. Da tristeza ver cómo nuestras sociedades permiten que los ancianos sean descartados u olvidados. No es admisible que los jóvenes sean explotados por la esclavitud actual del tráfico de seres humanos. Si nos fijamos bien en lo que pasa en el mundo que nos rodea, da la impresión de que el egoí­smo y la indiferencia se va extendiendo por muchas partes. Cuántos hermanos y hermanas nuestros son ví­ctimas de la cultura actual del «usar y tirar», que lleva a despreciar sobre todo a los niños no nacidos, a los jóvenes y a los ancianos.  

Como cristianos, no podemos permanecer impasibles. Algo tiene que cambiar. Nuestras familias han de ser signos cada vez más evidentes del amor paciente y misericordioso de Dios, no sólo hacia nuestros hijos y ancianos, sino hacia todos los que pasan necesidad. Nuestras parroquias no han de cerrar sus puertas y sus oí­dos al grito de los pobres. Se trata de la ví­a maestra del discipulado cristiano. Es así­ como damos testimonio del Señor, que no vino para ser servido sino para servir. Así­ ponemos de manifiesto que las personas cuentan más que las cosas y que lo que somos es más importante que lo que tenemos. En efecto, Cristo, precisamente en aquellos que servimos, se revela cada dí­a y prepara la acogida que esperamos recibir un dí­a en su Reino eterno.  

Queridos amigos, a través de gestos sencillos, a través de acciones sencillas y generosas, que honran a Cristo en sus hermanos y hermanas más pequeños, conseguimos que la fuerza de su amor entre en el mundo y lo cambie realmente. De nuevo les agradezco su generosidad y su caridad. Les recordaré en mis oraciones y les pido, por favor, que recen por mí­. A todos ustedes, los confí­o a la tierna protección de Marí­a, nuestra Madre y les doy mi bendición.  

Omukama Abakuume!  [Que Dios los proteja].  

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