Homilía completa de la Misa de canonización de Junípero Serra

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23/09/2015
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«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una invitación que golpea fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice Pablo con una fuerza casi imperativa. Una invitación que se hace eco del deseo que todos experimentamos a una vida plena, a una vida con sentido, a una vida con alegrí­a. Es como si Pablo tuviera la capacidad de escuchar cada uno de nuestros corazones y pusiera voz a lo que sentimos y vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegrí­a y a no conformarnos con placebos que simplemente quieren contentarnos.


Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas las situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia dinámica a la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a una resignación triste que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.


No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos?; no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros dí­as, ¿o sí­?. Por eso podemos preguntarnos ¿cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegrí­a del Evangelio en las diferentes situaciones de nuestra vida? Jesús lo dijo a los discí­pulos de ayer y nos lo dice a nosotros hoy: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegrí­a del evangelio se experimenta, se conoce y  se vive tan solo dándola, dándose.


El espí­ritu del mundo nos invita al conformismo,  a la comodidad; frente a este espí­ritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato siâ??, 229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra alegrí­a «nace de ese deseo inagotable de

brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan a todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando. A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegrí­a el cristiano la experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt 28,19).


La alegrí­a el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien. La alegrí­a el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan. Jesús los enví­a a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de hace dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista selectiva de quién sí­ y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje, su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida como ésta se le presentaba. 


Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como vení­a a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida. A «todos» dijo Jesús vayan y anuncien; a toda esa vida como está y no como nos gustarí­a que fuese, vayan y abracen en mi nombre. 


Vayan al cruce de los caminos, vayanâ?¦ a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegrí­a de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón. La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. 


La misión nace de experimentar una y otra vez la  unción misericordiosa de Dios. La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias, violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no le teme al error; le teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones.


Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discí­pulo de Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies (cf. ibí­d., 24).  Hoy estamos aquí­ porque hubo muchos que se animaron a responder a esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida, 360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contenciónâ?¦ en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta» (Evangelii gaudium, 49). Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación Nueva y Buena.

Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras la alegrí­a del Evangelio, Fray Juní­pero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando  haciéndolos sus hermanos. Juní­pero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habí­an abusado.


Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos. Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero especialmente supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que Juní­pero encontró para vivir la alegrí­a del Evangelio, para que no se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».

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