Homilía del Papa Francisco en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre

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22/09/2015
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El Evangelio que escuchamos nos pone de frente al movimiento que genera el Señor cada vez que nos visita: nos saca de casa. Son imágenes que una y otra vez somos invitados a contemplar. La presencia de Dios en nuestra vida nunca nos deja quietos, siempre nos motiva al movimiento. Cuando Dios visita, siempre nos saca de casa. Visitados para visitar, encontrados para encontrar, amados para amar.

Ahí­ vemos a Marí­a, la primera discí­pula. Una joven quizás de entre 15 y 17 años, que en una aldea de Palestina fue visitada por el Señor anunciándole que serí­a la madre del Salvador. Lejos de «creérsela» y pensar que todo el pueblo tení­a que venir a atenderla o servirla, ella sale de casa y va a servir. Sale a ayudar a su prima Isabel. La alegrí­a que brota de saber que Dios está con nosotros, con nuestro pueblo, despierta el corazón, pone en movimiento nuestras piernas, «nos saca para afuera», nos lleva a compartir la alegrí­a recibida como servicio, como entrega en todas esas situaciones «embarazosas» que nuestros vecinos o parientes puedan estar viviendo. El Evangelio nos dice que Marí­a fue de prisa, paso lento pero constante, pasos que saben a dónde van; pasos que no corren para «llegar» rápido o van demasiado despacio como para no «arribar» jamás. Ni agitada ni adormentada, Marí­a va con prisa, a acompañar a su prima embarazada en la vejez. Marí­a, la primera discí­pula, visitada ha salido a visitar. Y desde ese primer dí­a ha sido siempre su caracterí­stica particular. Ha sido la mujer que visitó a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos, jóvenes. Ha sabido visitar y acompañar en las dramáticas gestaciones de muchos de nuestros pueblos; protegió la lucha de todos los que han sufrido por defender los derechos de sus hijos. Y ahora, ella todaví­a no deja de traernos la Palabra de Vida, su Hijo nuestro Señor.

Estas tierras también fueron visitadas por su maternal presencia. La patria cubana nació y creció al calor de la devoción a la Virgen de la Caridad. «Ella ha dado una forma propia y especial al alma cubana â??escribí­an los Obispos de estas tierrasâ?? suscitando los mejores ideales de amor a Dios, a la familia y a la Patria en el corazón de los cubanos».

También lo expresaron sus compatriotas cien años atrás, cuando le pedí­an al Papa Benedicto XV que declarara a la Virgen de la Caridad Patrona de Cuba, y escribieron:

«Ni las desgracias ni las penurias lograron 'apagarâ? la fe y el amor que nuestro pueblo católico profesa a esa Virgen, sino que, en las mayores vicisitudes de la vida, cuando más cercana estaba la muerte o más próxima la desesperación, surgió siempre como luz disipadora de todo peligro, como rocí­o consoladorâ?¦, la visión de esa Virgen bendita, cubana por excelenciaâ?¦ porque así­ la amaron nuestras madres inolvidables, así­ la bendicen nuestras esposas».

En este Santuario, que guarda la memoria del santo Pueblo fiel de Dios que camina en Cuba, Marí­a es venerada como Madre de la Caridad. Desde aquí­ Ella custodia nuestras raí­ces, nuestra identidad, para que no nos perdamos en los caminos de la desesperanza. El alma del pueblo cubano, como acabamos de escuchar, fue forjada entre dolores, penurias que no lograron apagar la fe, esa fe que se mantuvo viva gracias a tantas abuelas que siguieron haciendo posible, en lo cotidiano del hogar, la presencia viva de Dios; la presencia del Padre que libera, fortalece, sana, da coraje y que es refugio seguro y signo de nueva resurrección. Abuelas, madres, y tantos otros que con ternura y cariño fueron signos de visitación, de valentí­a, de fe para sus nietos, en sus familias. Mantuvieron abierta una hendija pequeña como un grano de mostaza por donde el Espí­ritu Santo seguí­a acompañando el palpitar de este pueblo.

Y «cada vez que miramos a Marí­a volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño» (Evangelii gaudium, 288).

Generación tras generación, dí­a tras dí­a, somos invitados a renovar nuestra fe. Somos invitados a vivir la revolución de la ternura como Marí­a, Madre de la Caridad. Somos invitados a «salir de casa», a tener los ojos y el corazón abierto a los demás. Nuestra revolución pasa por la ternura, por la alegrí­a que se hace siempre projimidad, que se hace siempre compasión y nos lleva a involucrarnos, para servir, en la vida de los demás. Nuestra fe nos hace salir de casa e ir al encuentro de los otros para compartir gozos y alegrí­as, esperanzas y frustraciones. Nuestra fe, nos saca de casa para visitar al enfermo, al preso, al que llora y al que sabe también reí­r con el que rí­e, alegrarse con las alegrí­as de los vecinos. Como Marí­a, queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, de sus sacristí­as, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad. Como Marí­a, Madre de la Caridad, queremos ser una Iglesia que salga de casa para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación. Como Marí­a, queremos ser una Iglesia que sepa acompañar todas las situaciones «embarazosas» de nuestra gente, comprometidos con la vida, la cultura, la sociedad, no borrándonos sino caminando con nuestros hermanos.

Éste es nuestro cobre más precioso, ésta es nuestra mayor riqueza y el mejor legado que podamos dejar: como Marí­a, aprender a salir de casa por los senderos de la visitación. Y aprender a orar con Marí­a porque su oración es memoriosa, agradecida; es el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es la memoria viva de que Dios va en medio nuestro; es memoria perenne de que Dios ha mirado la humildad de su pueblo, ha auxiliado a su siervo como lo habí­a prometido a nuestros padres y a su descendencia por siempre.

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