Discurso del Papa a los jóvenes en Manila: "Sólo os falta una cosa"

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19/01/2015
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TRANSCRIPCIÓN DEL DISCURSO

Queridos jóvenes:

Cuando hablo espontáneamente, lo hago en español porque no conozco la lengua inglesa. ¿Puedo hacerlo? Muchas gracias. Está aquí­ el P. Mark, un buen traductor.

Primero de todo, una noticia triste. Ayer, mientras estaba por empezar la Misa, se cayó una de las torres, como ésa. Y, al caer, hirió a una muchacha que estaba trabajando y murió. Su nombre es Cristal. Ella trabajó en la organización de esa Misa. Tení­a 27 años. Era joven como ustedes y trabajaba para una asociación que se llama Catholic Relief Services. Era una voluntaria. Yo quisiera que nosotros, todos juntos, ustedes jóvenes como ella, rezáramos en silencio un minuto y, después, invocáramos a nuestra Madre del cielo. Oremos.

Dios te salve, Marí­a...

También hagamos una oración por su papá y su mamá. Era única hija. Su mamá está llegando de Hong Kong. Su papá ha venido a Manila a esperar a su mamá.

Padre nuestro

Me alegro de estar con ustedes esta mañana. Mi saludo afectuoso a cada uno, y mi agradecimiento a todos los que han hecho posible este encuentro. En mi visita a Filipinas, he querido reunirme especialmente con ustedes los jóvenes, para escucharlos y hablar con ustedes. Quiero transmitirles el amor y las esperanzas que la Iglesia tiene puestas en ustedes. Y quiero animarles, como cristianos ciudadanos de este paí­s, a que se entreguen con pasión y sinceridad a la gran tarea de la renovación de su sociedad y ayuden a construir un mundo mejor.

Doy las gracias de modo especial a los jóvenes que me han dirigido las palabras de bienvenida: Jun Chura, Leandro Santos II y Rikki Macalor. Muchas gracias. Y la pequeña representación de las mujeres. ¡Demasiado poco! Las mujeres tienen mucho que decirnos en la sociedad de hoy. A veces, somos demasiado machistas, y no dejamos lugar a la mujer. Pero la mujer es capaz de ver las cosas con ojos distintos de los hombres. La mujer es capaz de hacer preguntas que los hombres no terminamos de entender. Presten ustedes atención. Ella [la chica Glyzelle] hoy ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta. Y no le alcanzaron las palabras. Necesitó decirla con lágrimas. Así­ que, cuando venga el próximo Papa a Manila, que haya más mujeres.

Yo te agradezco, Jun, que hayas expresado tan valientemente tu experiencia. Como dije recién, el núcleo de tu pregunta casi no tiene respuesta. Solamente cuando somos capaces de llorar sobre las cosas que vos viviste, podemos entender algo y responder algo. La gran pregunta para todos: ¿Por qué sufren los niños? ¿por qué sufren los niños? Recién cuando el corazón alcanza a hacerse la pregunta y a llorar, podemos entender algo. Existe una compasión mundana que no nos sirve para nada. Vos hablaste algo de eso. Una compasión que, a lo más, nos lleva a meter la mano en el bolsillo y a dar una moneda. Si Cristo hubiera tenido esa compasión, hubiera pasado, curado a tres o cuatro y se hubiera vuelto al Padre. Solamente cuando Cristo lloró y fue capaz de llorar, entendió nuestros dramas.

Queridos chicos y chicas, al mundo de hoy le falta llorar. Lloran los marginados, lloran aquellos que son dejados de lado, lloran los despreciados, pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar. Solamente ciertas realidades de la vida se ven con los ojos limpios por las lágrimas. Los invito a que cada uno se pregunte: ¿Yo aprendí­ a llorar? ¿Yo aprendí­ a llorar cuando veo un niño con hambre, un niño drogado en la calle, un niño que no tiene casa, un niño abandonado, un niño abusado, un niño usado por una sociedad como esclavo? ¿O mi llanto es el llanto caprichoso de aquel que llora porque le gustarí­a tener algo más? Y esto es lo primero que yo quisiera decirles: Aprendamos a llorar, como ella [Glyzelle] nos enseñó hoy. No olvidemos este testimonio. La gran pregunta: ¿Por qué sufren los niños?, la hizo llorando; y la gran respuesta que podemos hacer todos nosotros es aprender a llorar.

Jesús, en el Evangelio, lloró. Lloró por el amigo muerto. Lloró en su corazón por esa familia que habí­a perdido a su hija. Lloró en su corazón cuando vio a esa pobre madre viuda que llevaba a enterrar a su hijo. Se conmovió y lloró en su corazón cuando vio a la multitud como ovejas sin pastor. Si vos no aprendés a llorar, no sos un buen cristiano. Y éste es un desafí­o. Jun Chura y su compañera, que habló hoy, nos han planteado este desafí­o. Y, cuando nos hagan la pregunta: ¿Por qué sufren los niños? ¿Por qué sucede esto o esto otro o esto otro de trágico en la vida?, que nuestra respuesta sea o el silencio o la palabra que nace de las lágrimas. Sean valientes. No tengan miedo a llorar.

Y después vino Leandro Santos II. También hizo preguntas sobre el mundo de la información. Hoy, con tantos medios, estamos informados, hí­per-informados, y ¿eso es malo? No. Eso es bueno y ayuda, pero corremos el peligro de vivir acumulando información. Y tenemos mucha información, pero, quizás, no sabemos qué hacer con ella. Corremos el riesgo de convertirnos en 'jóvenes museosâ?, que tienen de todo, pero no saben qué hacer. No necesitamos 'jóvenes museosâ?, sino jóvenes sabios. Me pueden preguntar: Padre, ¿cómo se llega ser sabio? Y éste es otro desafí­o: el desafí­o del amor. ¿Cuál es la materia más importante que tienen que aprender en la Universidad? ¿Cuál es la materia más importante que hay que aprender en la vida? Aprender a amar. Y éste es el desafí­o que la vida te pone a vos hoy: Aprender a amar. No sólo acumular información. Llega un momento que no sabes qué hacer con ella. Eso es un museo. Sino, a través del amor, que esa información sea fecunda. Para esto el Evangelio nos propone un camino sereno, tranquilo: usar los tres lenguajes, el lenguaje de la mente, el lenguaje del corazón y el lenguaje de las manos. Y los tres lenguajes armoniosamente: lo que pensás, lo sentí­s y lo realizás. Tu información baja al corazón, lo conmueve y lo realiza. Y esto armoniosamente: pensar lo que se siente y lo que se hace; sentir lo que pienso y lo que hago; hacer lo que pienso y lo que siento. Los tres lenguajes. ¿Se animan a repetir los tres lenguajes? Pensar, sentir, hacer. En voz alta. Y todo esto armoniosamente.

El verdadero amor es amar y dejarme amar. Es más difí­cil dejarse amar que amar. Por eso es tan difí­cil llegar al amor perfecto de Dios, porque podemos amarlo, pero lo importante es dejarnos amar por él. El verdadero amor es abrirse a ese amor que está primero y que nos provoca una sorpresa. Si vos tenés sólo toda la información, estás cerrado a las sorpresas. El amor te abre a las sorpresas, el amor siempre es una sorpresa, porque supone un diálogo entre dos: entre el que ama y el que es amado. Y de Dios decimos que es el Dios de las sorpresas, porque él siempre nos amó primero y nos espera con una sorpresa. Dios nos sorprende. Dejémonos sorprender por Dios. Y no tengamos la psicologí­a de la computadora de creer saberlo todo. ¿Cómo es esto? Espera un momento y la computadora tiene todas las respuestas: ninguna sorpresa. En el desafí­o del amor, Dios se manifiesta con sorpresas.

Pensemos en san Mateo. Era un buen comerciante. Además, traicionaba a su patria porque le cobraba los impuestos a los judí­os para pagárselos a los romanos. Estaba lleno de plata y cobraba los impuestos. Pasa Jesús, lo mira y le dice: Ven, sí­gueme. No lo podí­a creer. Si después tienen tiempo, vayan a ver el cuadro que Caravaggio pintó sobre esta escena. Jesús lo llama; le hace así­. Los que estaban con él dicen: «¿A éste, que es un traidor, un sinvergí¼enza?». Y él se agarra a la plata y no la quiere dejar. Pero la sorpresa de ser amado lo vence y sigue a Jesús. Esa mañana, cuando Mateo fue al trabajo y se despidió de su mujer, nunca pensó que iba volver sin el dinero y apurado para decirle a su mujer que preparara un banquete. El banquete para aquel que lo habí­a amado primero, que lo habí­a sorprendido con algo muy importante, más importante que toda la plata que tení­a.

¡Déjate sorprender por Dios! No le tengas miedo a las sorpresas, que te mueven el piso, nos ponen inseguros, pero nos meten en camino. El verdadero amor te lleva a quemar la vida, aun a riesgo de quedarte con las manos vací­as. Pensemos en san Francisco: dejó todo, murió con las manos vací­as, pero con el corazón lleno.

¿De acuerdo? No jóvenes de museo, sino jóvenes sabios. Para ser sabios, usar los tres lenguajes: pensar bien, sentir bien y hacer bien. Y para ser sabios, dejarse sorprender por el amor de Dios, y andá y quemá la vida.

¡Gracias por tu aporte de hoy!

Y el que vino con un buen plan para ayudarnos a ver cómo podemos andar en la vida fue Rikki. Contó todas las actividades, todo lo que hace, todo lo que hacen los jóvenes, todo lo que pueden hacer. Gracias, Rikki, gracias por lo que hacés vos y tus compañeros. Pero yo te voy a hacer una pregunta: Vos y tus amigos van a dar, dan, dan, ayudan, pero vos ¿dejás que te den? Contéstate en el corazón. En el Evangelio que escuchamos recién, hay una frase que para mí­ es la más importante de todas. Dice el Evangelio que Jesús a ese joven lo miró y lo amó. Cuando uno ve el grupo de compañeros de Rikki y Rikki, uno los quiere mucho porque hacen cosas muy buenas, pero la frase más importante que dice Jesús: Sólo te falta una cosa. Cada uno de nosotros escuchemos en silencio esta palabra de Jesús: Sólo te falta una cosa.

¿Qué cosa me falta? Para todos los que Jesús ama tanto porque dan tanto a los demás, yo les pregunto: ¿Vos dejás que los otros te den de esa otra riqueza que no tenés?

Los saduceos, los doctores de la ley de la época de Jesús daban mucho al pueblo: le daban la ley, le enseñaban, pero nunca dejaron que el pueblo les diera algo. Tuvo que venir Jesús para dejarse conmover por el pueblo. ¡Cuántos jóvenes, no lo digo de vos, pero cuántos jóvenes como vos que hay aquí­ saben dar, pero todaví­a no aprendieron a recibir!

Sólo te falta una cosa. Hazte mendigo. Esto es lo que nos falta: aprender a mendigar de aquellos a quienes damos. Esto no es fácil de entender. Aprender a mendigar. Aprender a recibir de la humildad de los que ayudamos. Aprender a ser evangelizados por los pobres. Las personas a quienes ayudamos, pobres, enfermos, huérfanos, tienen  mucho que darnos. ¿Me hago mendigo y pido también eso? ¿O soy suficiente y solamente voy a dar? Vos que viví­s dando siempre y crees que no tenés necesidad de nada, ¿sabés que sos un pobre tipo? ¿sabés que tenés mucha pobreza y necesitás que te den? ¿Te dejás evangelizar por los pobres, por los enfermos, por aquellos que ayudás? Y esto es lo que ayuda a madurar a todos aquellos comprometidos como Rikki en el trabajo de dar a los demás: aprender a tender la mano desde la propia miseria.

Habí­a algunos puntos que yo habí­a preparado. Primero, ya lo dije, aprender a amar y aprender a dejarse amar. Hay un desafí­o, además, que es el desafí­o por la integridad. Y está el desafí­o, la preocupación por el medio ambiente. Y esto no sólo porque su paí­s esté probablemente más afectado que otros por el cambio climático. Y, finalmente, está el desafí­o de los pobres. Amar a los pobres. Vuestros obispos quieren que miren a los pobres de manera especial este año. ¿Vos pensás en los pobres? ¿vos sentí­s con los pobres? ¿vos hacés algo por los pobres? ¿y vos pedí­s a los pobres que te den esa sabidurí­a que tienen? Esto es lo que querí­a decirles.

Perdónenme porque no leí­ casi nada de lo que tení­a preparado. Pero hay una frase que me consuela un poquito: «La realidad es superior a la idea». «La realidad es superior a la idea». Y la realidad que ellos plantearon, la realidad de ustedes es superior a todas las ideas que yo habí­a preparado. ¡Gracias! ¡Muchas gracias! Y recen por mí­.

Texto del discurso preparado por el Santo Padre

Queridos jóvenes amigos:

Me alegro de estar con vosotros esta mañana. Mi saludo afectuoso a cada uno, y mi agradecimiento a todos los que han hecho posible este encuentro. En mi visita a Filipinas, he querido reunirme especialmente con vosotros los jóvenes, para escucharos y hablar con vosotros. Quiero transmitiros el amor y las esperanzas que la Iglesia tiene puestas en vosotros. Y quiero animaros, como cristianos ciudadanos de este paí­s, a que os entreguéis con pasión y sinceridad a la gran tarea de la renovación de vuestra sociedad y ayudéis a construir un mundo mejor.

Doy las gracias de modo especial a los jóvenes que me han dirigido las palabras de bienvenida. Hablando en nombre de todos, han expresado con claridad vuestras inquietudes y preocupaciones, vuestra fe y vuestras esperanzas. Han hablado de las dificultades y las expectativas de los jóvenes. Aunque no puedo responder detalladamente a cada una de estas cuestiones, sé que, junto con vuestros pastores, las consideraréis atentamente y haréis propuestas concretas de acción para vuestras vidas.

Me gustarí­a sugerir tres áreas clave en las que podéis hacer una importante contribución a la vida de vuestro paí­s. En primer lugar, el desafí­o de la integridad. La palabra «desafí­o» puede entenderse de dos maneras. En primer lugar, puede entenderse negativamente, como la tentación de actuar en contra de vuestras convicciones morales, de lo que sabéis que es verdad, bueno y justo. Nuestra integridad puede ser amenazada por intereses egoí­stas, la codicia, la falta de honradez, o el deseo de utilizar a los demás.

La palabra «desafí­o» puede entenderse también en un sentido positivo. Se puede ver como una invitación a ser valientes, una llamada a dar testimonio profético de aquello en lo que crees y consideras sagrado. En este sentido, el reto de la integridad es algo a lo que tenéis que enfrentaros ahora, en este momento de vuestras vidas. No es algo que podáis diferir para cuando seáis mayores y tengáis más responsabilidades. También ahora tenéis el desafí­o de actuar con honestidad y equidad en vuestro trato con los demás, sean jóvenes o ancianos. ¡No huyáis de este desafí­o! Uno de los mayores desafí­os a los que se enfrentan los jóvenes es el de aprender a amar. Amar significa asumir un riesgo: el riesgo del rechazo, el riesgo de que se aprovechen de ti, o peor aún, de aprovecharse del otro. ¡No tengáis miedo de amar! Pero también en el amor mantened vuestra integridad. También en esto sed honestos y justos.

En la lectura que acabamos de escuchar, Pablo dice a Timoteo: «Que nadie te menosprecie por tu juventud; sé, en cambio, un modelo para los creyentes en la palabra, la conducta, el amor, la fe y la pureza» (1 Tm 4,12). Estáis, pues, llamados a dar un buen ejemplo, un ejemplo de integridad. Naturalmente, al actuar así­ sufriréis la oposición, el rechazo, el desaliento, y hasta el ridí­culo. Pero vosotros habéis recibido un don que os permite estar por encima de esas dificultades. Es el don del Espí­ritu Santo. Si alimentáis este don con la oración diaria y sacáis fuerzas de vuestra participación en la Eucaristí­a, seréis capaces de alcanzar la grandeza moral a la que Jesús os llama. También seréis un punto de referencia para aquellos amigos vuestros que están luchando. Pienso especialmente en los jóvenes que se sienten tentados de perder la esperanza, de renunciar a sus altos ideales, de abandonar los estudios o de vivir al dí­a en las calles.

Por lo tanto, es esencial que no perdáis vuestra integridad. No pongáis en riesgo vuestros ideales. No cedáis a las tentaciones contra la bondad, la santidad, el valor y la pureza. Aceptad el reto. Con Cristo seréis, de hecho ya los sois, los artí­fices de una nueva y más justa cultura filipina.

Una segunda área clave en la que estáis llamados a contribuir es la preocupación por el medio ambiente. Y esto no sólo porque vuestro paí­s esté probablemente más afectado que otros por el cambio climático. Estáis llamados a cuidar de la creación, en cuanto ciudadanos responsables, pero también como seguidores de Cristo. El respeto por el medio ambiente es algo más que el simple uso de productos no contaminantes o el reciclaje de los usados. Éstos son aspectos importantes, pero no es suficiente. Tenemos que ver con los ojos de la fe la belleza del plan de salvación de Dios, el ví­nculo entre el medio natural y la dignidad de la persona humana. Hombres y mujeres están hechos a imagen y semejanza de Dios, y han recibido el dominio sobre la creación (cf. Gn 1, 26-28). Como administradores de la creación de Dios, estamos llamados a hacer de la tierra un hermoso jardí­n para la familia humana. Cuando destruimos nuestros bosques, devastamos nuestro suelo y contaminamos nuestros mares, traicionamos esa noble vocación.

Hace tres meses, vuestros obispos abordaron estas cuestiones en una Carta pastoral profética. Pidieron a todos que pensaran en la dimensión moral de nuestras actividades y estilo de vida, nuestro consumo y nuestro uso de los recursos del planeta. Os pido que lo apliquéis al contexto de vuestras propias vidas y vuestro compromiso con la construcción del reino de Cristo. Queridos jóvenes, el justo uso y gestión de los recursos de la tierra es una tarea urgente, y vosotros tenéis mucho que aportar. Vosotros sois el futuro de Filipinas. Interesaos por lo que le sucede a vuestra hermosa tierra.

Una última área en la que podéis contribuir es muy querida por todos nosotros: la ayuda a los pobres. Somos cristianos. Somos miembros de la familia de Dios. No importa lo mucho o lo poco que tengamos individualmente, cada uno de nosotros está llamado a acercarse y servir a nuestros hermanos y hermanas necesitados. Siempre hay alguien cerca de nosotros que tiene necesidades, ya sea materiales, emocionales o espirituales. El mayor regalo que le podemos dar es nuestra amistad, nuestro interés, nuestra ternura, nuestro amor por Jesús. Quien lo recibe lo tiene todo; quien lo da hace el mejor regalo.

Muchos de vosotros sabéis lo que es ser pobres. Pero muchos también habéis podido experimentar la bienaventuranza que Jesús prometió a los «pobres de espí­ritu» (cf. Mt 5,3). Quisiera dirigir una palabra de aliento y gratitud a todos los que

habéis elegido seguir a nuestro Señor en su pobreza mediante la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa. Con esa pobreza enriqueceréis a muchos. Os pido a todos, especialmente a los que podéis hacer y dar más: Por favor, ¡haced más! Por favor, ¡dad más! Qué distinto es todo cuando sois capaces de dar vuestro tiempo, vuestros talentos y recursos a la multitud de personas que luchan y que viven en la marginación. Hay una absoluta necesidad de este cambio, y por ello seréis abundantemente recompensados por el Señor. Porque, como él ha dicho: «Tendrás un tesoro en el cielo» ( Mc 10,21).

Hace veinte años, en este mismo lugar, san Juan Pablo II dijo que el mundo necesita «un tipo nuevo de joven», comprometido con los más altos ideales y con ganas de construir la civilización del amor. ¡Sed vosotros de esos jóvenes! ¡Que nunca perdáis vuestros ideales! Sed testigos gozosos del amor de Dios y de su maravilloso proyecto para nosotros, para este paí­s y para el mundo en que vivimos. Por favor, rezad por mí­. Que Dios os bendiga.

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